Contigo… ni pan ni cebolla.

¿Por qué el ideal del amor romántico ya no va más?

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En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos”, escribió alguna vez Erich Fromm.

No hay asunto que nos interpele más que el amor. Nos atraviesa, en sus más diversas manifestaciones, cual móvil que permite entretejernos unos a otros en la trama de la vida. Si hablamos de amor de pareja, aparecen en el tintero un sinfín de imágenes que aluden a lo que conocemos y nos han transmitido: “La media naranja”, “lo insoportable de la vida si el otro se aleja”, “la relación perfecta, siempre placentera”, “el amor sacrificado”, “el amor eterno”. ¿Cuánto de eso nos animamos a cuestionar(nos)? Esta es una invitación a pensarlo… a despojarnos de lo naturalizado.

El amor es una pasión. Como plantea Darío Sztajnszrajber desde la filosofía, el amor nos toma. En este sentido, por sí mismo no asegura la felicidad ni el bienestar. Tampoco nos aleja de la soledad. La idea de amor romántico es fuertemente deconstruida por diversos autores –y por muchos de nosotros en lo cotidiano– que hacen visible la dependencia y la idealización que implica sostener una pareja desde este lugar. Idealizar al otro significa no verlo en su integridad y sostener expectativas irreales, esperando que se haga cargo de mis puntos oscuros. La idealización no permite que los vínculos se desarrollen en la esfera de lo posible, con un otro que es diferente y con quien a pesar de eso puedo coincidir y animarme a sostener un compromiso basado en el afecto y el respeto.

Salir de la idealización es saber que en el amor hay que atravesar múltiples etapas y conflictos, sabiéndonos, sintiéndonos y construyéndonos como seres independientes que no necesitan del otro para ser felices pero que lo desean y lo eligen.

Elegir al otro, esa es la cuestión. No tan simple: significa conocerlo y re conocerlo como alguien que no es perfecto y que va transformándose. Entendiéndonos como seres libres para tomar otros caminos en cualquier momento.

Así es que, dejando al margen el ideal romántico, para que dos personas puedan acompañarse en torno al amor se vuelve imprescindible que construyan una relación de igualdad, paridad, con un proyecto en común, donde en el intercambio exista equilibrio. Ni dar de más ni dar de menos, ni esperar de más ni esperar de menos. Ni por encima ni por debajo: a la par. ¿De qué se trata esto? De salir de la lógica “mercantil” del amor, donde se está en deuda con el otro o donde se espera que el otro haga o sea de determinada forma para mi conveniencia.

Se trata de amar y aceptar–no podría ser de otra manera– lo que el otro es, tal como es. Sentir y permitir la libertad de ser. Encontrarnos con la extrañeza del otro. Y allí elegirlo.

¿Alguien puede garantizar amor para toda la vida? Lo dudo. Más honesto –y humano– sería asumir la responsabilidad y el compromiso que los sentimientos implican, construir el camino del amor día a día, sin máscaras, prometiéndonos “amor eterno” solo si sabemos que esto último no es más que un ritual y un deseo a renovar a cada paso.

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